DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 21
CAPÍTULO 21
Jueves, 22 de diciembre
Hora: 14:30
Escucho la voz desde la cocina mientras cierro la puerta tras de mí y arrojo como siempre las llaves dentro del primer cajón del mueble que tenemos a la entrada del piso.
—Sí, mamá, ya he llegado —le respondo.
—¡Qué pronto! Te esperaba más tarde. —Oigo desde la distancia.
No se escucha más sonido en casa.
Me miro en el espejo de la entrada.
Veo mi imagen reflejada mientras pienso en lo que acaba de ocurrir en la última media hora. Tras dejar a mis compañeros, vine andando rápidamente hacia casa. Nunca lo había hecho antes así, nunca había caminado tan rápido, tan contrariada, sin prestar atención a nadie.
Es una de mis costumbres cuando camino por la calle, me gusta mirar a la cara de la gente y hacia arriba. Hace un tiempo un amigo me había dicho que la gente que vive en esta ciudad parece que camina encorvada y mirando al suelo. Realmente lo decía por el fuerte viento que hay en la ciudad, como si fuera un chiste, pero yo lo entendí de otra manera. Y comencé a fijarme en la manera en que caminaba la gente, y me di cuenta de que muchos solo miran al suelo y, desde luego, muy pocos lo hacen hacia arriba, hacia la parte alta de los árboles o de los edificios. «Solo lo hacen los turistas», pensé el día que lo escuché. Por eso me empeñé desde entonces en no perderme ningún detalle de la realidad y mirar, observar, todo lo que me rodeaba.
Había llegado a encontrar cosas muy singulares en los edificios.
La última fue la veleta de la que Nicola nos había informado.
He pasado por la calle Don Jaime muchas veces, pero solo desde el encuentro con el hombre, miro arriba y la veo orientarse con el viento. Desde luego ahora es algo misterioso después de todo lo que he oído.
Pero hoy he roto mi compromiso personal y no he mirado a nadie.
He caminado directa a casa.
He estado varios minutos fuera de la puerta hasta que por fin la he abierto, no sabía qué excusa dar a mamá por haber llegado tan pronto. En los últimos días, la había convencido que llegaría tarde durante el resto de la semana por el trabajo de historia con los compañeros. Pero he entrado en casa sin la excusa preparada.
Vuelvo a sentir el silencio.
Menos mal, no viene a preguntarme nada. Mejor, así no tendré que mentir.
Me miro en el espejo desde la cabeza hasta abajo.
He cambiado. Hacía tiempo que no me fijaba tanto en mí misma. Ya no soy una niña. He cambiado incluso en la forma de comportarme. Mis padres me han educado con un estilo muy rígido, siempre había que cumplir las normas, los horarios. Creo que en mi casa nunca se ha roto una regla. Además, nos han enseñado a comportarnos cuidando mucho los modales, las formas, las palabras, hablando poco. «Si no tienes nada que decir, mejor no abras la boca», decía siempre papá. «… Y, si lo haces, que sea de forma elegante», terminaba la frase después de aguantar un silencio.
Una elegancia que parecía una finura casi excesiva. Me doy cuenta de que mis amigos a veces se burlan de cómo digo las cosas y no me gusta. Lo cierto es que quiero revelarme. Quiero cambiar… O quiero que los demás cambien… No… no lo sé.
El problema es que todo está cambiando demasiado deprisa ahí afuera y no sé si estoy preparada para esa transformación. Me gusta tomar decisiones rápidas y seguir adelante, pero en este momento, con lo de Nicola, siento que nos falta información.
Bajo la vista. Me siento fría, helada de repente.
¡Eh! ¿Qué es esto?
Lo que estoy viendo me acaba de tocar como un puñal en el pecho. Es algo que ya había pasado a ser costumbre en la casa, pero no me había preguntado el motivo.
Debajo del espejo, mis padres habían colocado desde el principio un pequeño mueble con cajones y en la parte de arriba lo tenían para colocar algunos pequeños adornos. Había uno que siempre había estado y era una frase de bienvenida que les regalaron cuando se casaron. Estaba dibujado en cerámica de un pueblo cercano, y pegado en un pequeño pedestal de madera para que estuviera de pie y se viera al entrar. Dos días antes de que desapareciera, papá trajo una representación cerámica del yin-yang en forma de dos platos de cerámica, uno blanco y otro negro, con esa forma de medio circulo cóncava en un extremo y convexa en el otro, por el cual uno penetra en el otro, formando entre los dos un único círculo.
Hasta hoy no me había fijado como el primer día porque recuerdo que, cuando lo puso allí, solamente dijo: «Esta será nuestra representación del equilibrio». Y ahora, durante varios días, no oigo más que hablar de esa palabra en esta ciudad.
No puedo dejar de mirar la figura, algo está pasando por mi cabeza, algo muy raro. Me siento mal, me estoy encontrando mareada. Me apoyo en el mueble y miro otra vez al yin-yang. Me pongo firme de nuevo y voy corriendo al cuarto donde está el antiguo despacho de papá. Entro a toda prisa, la mente me va a mil por hora, no siento las piernas, solo las muevo lo más rápido que puedo. Enciendo la luz, giro hacia la derecha sin mirar, casi tropiezo con la cartera que papá había dejado apoyada en el suelo contra la pared.
Voy directa a la mesa y me freno. Ahí está.
Cada vez que entro a esta habitación no dejo de mirarla. Es como si hubiera construido mi refugio de nostalgia a papá en la foto que tengo en las manos. El problema es que siempre me pasa lo mismo, no lo puedo evitar.
Me seco las lágrimas con la mano izquierda, pero no dejo de mirarla.
Es una foto que me gusta mucho, pero desde que no está, ha pasado a ser casi necesidad el mirarla. Se le ve feliz, sin corbata ni traje como lo solía ver yo para ir a dar clases a la universidad. Aquí parece directamente sacado de una película de Indiana Jones, el mismo color de ropa beige, pantalones, camisa y cazadora. Podría decir que es algo más moderno que el de la película porque las botas son de esas típicas de trekking actuales para montaña y nunca llevaba sombrero, prefería llevar un pañuelo rojo puesto en la cabeza de tal manera que el trozo de tela que colgaba por detrás le protegía el cuello del sol. El aspecto más peculiar se lo daban las gafas de sol que siempre llevaba, eran unas de esas redondas con protecciones de cuero a los lados como las que se usaban para subir al Himalaya. Lo que me pasa es que para mí era Indi. Papá era Indiana Jones para mí.
Me tengo que limpiar las lágrimas de nuevo. Muchos recuerdos se acumulan en mi mente.
¡Qué bueno es ver a alguien haciendo lo que le hace feliz! También dar clase en la ciudad le gustaba, pero en esta foto estaba radiante. Él era feliz, y en esta foto lo demostraba, especialmente porque se había entrelazado los brazos por los hombros con mamá, dando muestra del equipo que hacían. Ella estaba guapísima en la foto.
La figura de mamá a los ojos de cualquiera es la de una persona de mediana estatura, de piel morena por el sol y de complexión deportista. Siempre nos ha dicho que su trabajo de arqueóloga le requería unas grandes caminatas a sitios lejanos y, a veces, cuando se entretenía más de la cuenta con algún hallazgo, le llegaba a escasear la comida y tenía incluso que dormir al aire libre donde estuviera.
Hasta el año pasado, los tres hermanos pasábamos largos momentos, tan solo escuchando a papá y a mamá contarnos algunas de sus aventuras. La combinación era perfecta, aunque un poco rara. Papá, típico historiador de universidad, ya con poco pelo y siempre con sus gafas pequeñas y redondas. Por su aspecto nunca se imaginaría uno en los sitios que había llegado a estar. Menos mal que yo tenía esta foto para ver la otra cara de la moneda. Mamá, arqueóloga de terreno, tenía continuas «salidas de campo» (como decía ella) que la hacían estar una o dos semanas fuera de casa. En muy pocas ocasiones habían llegado a ir juntos. La de la foto que tengo delante fue la última.
A día de hoy llevaba más de un año sin salir. Justo el tiempo que hace que papá nos dejó.
¡Uy! Casi se me cae la foto. Me he debido de distraer.
¿Qué es eso?
Hay algo que nunca me había fijado en la parte inferior izquierda.
Claro, siempre pongo mi dedo pulgar ahí y no podía verlo. Es raro, porque, aunque no lo distingo bien, me resulta familiar. Papá en la foto tiene su brazo izquierdo sobre los hombros de mamá. Lo que nunca me había fijado era que en la mano derecha que tiene estirada hacia abajo hay algo. Lo tiene agarrado con la mano cerrada, pero sobresale la parte de arriba. Es una pequeña estatuilla y se ve la cabeza… ¡Madre mía!
Quiero estar segura. ¿Dónde la tiene?
Rebusco por los papeles de la mesa. Está todo igual de desordenado que cuando estaba aquí. Papeles por todos los sitios.
Aquí. ¡La tengo!
Me aproximo a la foto todo lo que puedo y con la lupa de papá trato de distinguir lo que tiene en la mano. Sí, lo es. Es una figura pequeña de una cabeza con dos caras como la que vimos a la entrada de la casa de Nicola. ¡No me lo puedo creer!
Oigo mis latidos y mi respiración se acelera, toda la información que hemos ido consiguiendo estos días está dando vueltas a mi alrededor. Todo está ahí pero no veo las conexiones. ¿Cómo es posible todo esto? No creo en las casualidades.
Rápidamente me giro y cojo del suelo la cartera de papá que mamá no ha querido mover nunca de ahí.
Es de piel marrón oscuro y está bastante desgastada porque la llevaba a todos los sitios. Siempre que he entrado a este cuarto he sabido que estaba allí, pero nunca la he tocado antes de este momento. Estoy segura de que mamá se enfadará… ¡me da igual! Esto se está acelerando por momentos y no puedo parar.
Con cuidado la pongo encima de la mesa sobre todos los libros y documentos desordenados. Lentamente saco uno a uno los papeles y fotos que tiene en el único espacio para guardar cosas. Por dentro está limpia y ordenada. Nada que ver con lo que hay encima de la mesa.
Lo que veo me está dejando petrificada y prefiero sentarme.
Me echo para atrás en la silla y… ¡ay! Me caigo, me caigo, no consigo agarrarme a nada.
¡Arg!
¡Joder, qué golpe! Esta silla es una mierda, me he desequilibrado sin casi moverme, me he caído y con la silla encima ¡Mierda! Me parece que he roto todo el silencio que había en casa.
Retiro la silla, sigo sentada en el suelo, estiro las piernas y me quedo con la cartera. Lo que me había impresionado antes lo tengo sobre mis piernas.
Hay dos libros, una hoja con una serie de números y dos fotos. Mientras los recojo, los reviso.
Los libros son versiones originales en inglés. Hay un libro de titulado Sacred Geometry, de un tal Robert Lawlor, y otro más pequeño que parece de lo mismo titulado Golden Section y, según traduzco de la cubierta, se refiere al «Secreto más grande de la Naturaleza», el autor es un tal Scott Olsen. La hoja suelta es blanca y solo tiene una sucesión de números escrita en ella que no entiendo:
0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55…
Pero lo más impresionante para mí son las fotos. En una se puede ver una figurita de la cabeza de con las dos caras. Debe ser la que papá lleva en la mano en la foto de la mesa.
Y la otra…
¡No puedes ser!
Ha conseguido que se me haga un nudo en la garganta: es la foto del sillar que se descubrió en la Puerta Este de la ciudad de Zaragoza. En menos de una semana la he visto, con esta, tres veces.
Mi mente está realmente viajando por cada uno de los momentos de estos últimos días, recordando cada instante que vi esas dos imágenes y no encuentro conexión alguna. Me levanto.
—¿Estás bien, Sofía?
Veo a mamá de pie en la puerta, agitada de la carrera que ha debido darse al oír todo el ruido que he hecho.
Con la cabeza hago una señal para tratar de decir que sí, pero sabiendo que lo que viene ahora no me va a gustar, por la cara que pone al ver el desorden que he provocado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Su tono ha cambiado agresivamente y me mira a los ojos, enfadada.
Pocas veces la he visto así, pero cuando lo hace es mejor no estar cerca.
En este momento, esa persona de mediana estatura ha perdido toda la dulzura que había tenido durante este último año. Está realmente enfadada, pero no lo entiendo, porque nunca nos ha prohibido entrar al cuarto tras el fallecimiento de papá. Lo único diferente que he hecho ha sido simplemente abrir su cartera de documentos.
—¡Joder, mamá! Me he caído y solo te ocurre echarme la bronca.
Se produce un silencio entre las dos que casi se podría cortar con un cuchillo. Ni yo me creo lo que he dicho. No solo es la primera vez que he dicho una palabrota en casa, sino también la primera que he contestado a alguno de mis padres.
Voy a tratar de suavizar la situación.
—Quería ver de nuevo la foto de la mesa y… — Mientras le contesto me doy cuenta de que no va a ser suficiente para que se calme—: ¡Y me he caído, mamá! —acabo gritando.
Con violencia me quita los libros, las fotos y la hoja de las manos. No dice nada y las vuelve a meter en la cartera. Como si supiera de memoria cómo estaba situada, la vuelve a colocar exactamente en el sitio donde estaba cuando me caí. No dejo de mirarla, porque no estoy entendiendo nada de lo que pasa.
Me levanto, estoy enfrente de ella. Ahora somos de la misma altura, pero su autoridad no depende de los centímetros.
—¡Nunca en tu vida me has tratado peor que lo que acabas de hacer! Si estuviera tu padre… —En ese momento se calla y mira detrás de mí en dirección a su mesa de despacho—. ¡Ahora, sal, no quiero que estés hoy aquí! —me dice y, sin mirarme, me empuja hacia la salida del cuarto.
Mientras me estoy yendo vuelvo la vista atrás tratando de encontrar respuestas con la mirada, y ahí, a lo lejos, lo encuentro: el signo del rectángulo con las líneas cruzadas sobre un círculo más grande. Pero no estaba sobre la mesa. Ya no sé si mi corazón hoy va a poder aguantar tantas emociones: es el póster pequeño que hay colgado en la pared en la parte de enfrente de la mesa. No puede ser, nunca me había fijado y había estado justo delante de mis narices en todo momento.
Es decir, papá estuvo trabajando a menos de un metro del signo que me habían entregado en un papel arrugado en el museo, que había visto en la página web nueva y que Nicola tenía por todas partes en su casa.
Cuando las dos hemos salido del cuarto. Me giro hacia mamá y le pregunto:
—¿En qué estaba trabajando papá antes de morir?
Creo que nunca en mi vida olvidaré la expresión de mamá. Toda su cara, sus pómulos huesudos, sus ojos verdes y esa sonrisa tan bonita que tenía mostrando unos dientes brillantemente cuidados desde niña, se acaban de transformar. Al principio he pensado que mostraba enfado e ira, pero al mirarla fijamente a los ojos me doy cuenta de que es una expresión de miedo.
Ella tampoco me retira la mirada y yo me estoy sintiendo muy incómoda. No sé qué decir. Se ha debido de dar cuenta de que me estoy empezando a asustar y rápidamente hace esfuerzos en controlar sus emociones.
Se gira dándome la espalda, cierra la puerta y, sin mirarme a la cara, se retira diciendo:
— A partir de hoy queda prohibido que entréis a este cuarto.
Autor: Glen Lapson © 2016
Editor: Fundacion ECUUP
Proyecto: Disequilibriums
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