DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 20
CAPÍTULO 20
Jueves, 22 de diciembre
Hora: 14:00
Desde que era pequeño, nuestra madre nos ha enseñado que en esta vida hay que tomar decisiones. Es muy importante tener toda la información necesaria para tomar la apropiada, pero, como ella decía: «Si hay que elegir entre esperar años para tener la información completa, quizá sea mejor tomar la decisión con la información que tengas hoy». Siempre he tratado de seguir ese consejo. Pero siempre he preferido esperar a tener todos los datos antes de actuar. Con todo este asunto, quiero que hagamos lo mismo, que nos lo tomemos con calma. No podemos correr, hay que ir poco a poco.
Nicola nos sorprendió el otro día con lo de la perseverancia de los que viven en esta ciudad. Lo entiendo como la capacidad para seguir siempre adelante, aunque se fracase o algo salga mal. En el fondo… es lo que me gusta. No por el mero hecho de tomar la decisión, sino sobre todo por ver el resultado. Pero para tomar decisiones hay que ser prudentes y estar muy seguros antes de dar el primer paso. Me gusta ser práctico… pero con información.
Precisamente por eso estoy empezando a estar a disgusto con esta situación. Tenemos mucha información para decidir, pero no estoy seguro de si la tenemos toda. Lo que nos ha dicho Nicola, los planos, la historia que comenta Elsa y ahora lo que acaba de sacar Sofía de la piedra de la puerta este. Está claro que parece una locura. Pero la gente se está desequilibrando y cayendo, y no saben por qué. Podríamos estar horas, días e incluso años para conseguir más información, pero ¿cuándo parar y hacer algo?
Y ahora viene este con una salida de tono enorme y dice que se va. ¡Pues que se vaya! Aunque el que se tendría que ir soy yo porque tendré un problema con mi madre si no llego a la hora que le dije.
Su cara es la viva representación del odio en este momento. Está colorada, ha vuelto a poner ese gesto suyo característico de tener los ojos entrecerrados y los labios apretados. Desde aquí puedo apreciar cómo la piel de su cara se mueve como si de un mar de olas se tratara.
Es evidente que se han distanciado, aunque eso no me parezca tan mal. Erik mira hacia todos los lados menos a Sofía. Se ha metido las manos en los bolsillos del pantalón y se encoge de hombros. Mis ojos se encuentran con los suyos. No está a gusto. Esto va a estallar… y yo no siento pena.
Busco la mirada de Samuel y, como siempre, no la encuentro. Qué tipo tan raro, en mitad de una discusión entre los compañeros, se pone a escribir no sé qué en la tablet que lleva. El primer día que lo vi, pensaba que se refugiaba en el aparato para jugar a alguna chorrada de esas de frikis, pero cuando le miré sin que se diera cuenta un rato después, vi que estaba escribiendo con una de esas aplicaciones que lo que dibujas con el dedo sobre la pantalla luego lo pasa a letras. Cuando lo descubrí me dije a mí mismo que no me importaba lo que hacía. La verdad, después de lo que sucedió en la heladería tengo curiosidad por saber todo lo que hace. Especialmente en este instante que es la primera vez que se monta semejante follón.
—Es increíble —dice Elsa para tratar de arreglar la situación—. Cuesta creerlo, pero está totalmente alineado con lo del portal que nos ha dicho Nicola. No sé quién lo escribió ni por qué, pero desde luego es impresionante la coincidencia: una puerta que se usa para viajar a Roma. —Hace señales con los dedos como si pusiera comillas en la palabra—. Para viajar… en el tiempo. —Y repite la señal de las comillas.
Erik da un paso para atrás, como alejándose del grupo. Esto se pone más interesante por momentos. No sé si le ha molestado más que Sofía le quitara el brazo del hombro o que le haya llevado la contraria. En fin, estas cosas suceden. Evito que se me vea en la cara lo que siento por dentro. Está realmente enfadado, nunca lo había visto así.
—¡Me parece que los que estáis locos sois vosotros! —dice seriamente, mirándonos a todos menos a Sofía; está gritando—. Todo esto es irreal y no estoy dispuesto a seguir este juego. Me voy a mi casa, haced lo que os dé la gana.
¡No me lo puedo creer! La cara de Sofía es de cuadro, se ha quedado absolutamente petrificada por la violencia de su respuesta y lo fuera de lugar de la reacción. Podría haber esperado a que Elsa acabara, o no haber dicho nada y luego después decirle solo a ella, aparte, que no quería seguir con esto. Pero ha elegido montar una escena. No le veo sentido. Soy incapaz de decir nada y tanto Elsa como yo los miramos a los dos. Qué situación. Cada uno con la vista puesta en un sitio. No sé qué decir.
Por fin Elsa rompe el silencio:
—Pero no te puedes ir. —Se queda callada un momento—. Nicola dijo que el salto tiene que ser el día 23, o sea, mañana al amanecer.
Una ráfaga de viento hace que todos movamos la cara y dejemos de mirarnos por un momento.
—¡Ya está bien de tonterías! —dice Erik, elevando el tono de voz.
Todos lo miramos. Él gira la cabeza, se aleja del grupo por el Paseo Pamplona hacia la Puerta del Carmen. No se ha dirigido a Sofía en ningún momento. Ella no para de mirarlo. No puedo decir que todo esto me desagrade.
Se producen unos instantes de silencio mientras Erik se aleja.
—¡Pues vete! —le grita Sofía sin que Erik pueda oírlo, ya que se ha perdido entre la muchedumbre que está cruzando el semáforo.
Ha conseguido que todos la miremos. Incluso Samuel, ha dejado su tablet por un momento y es la primera vez que le veo abrir tanto los ojos y elevar las cejas. ¿Qué estará pensando?
Las dos señoras que pasan a nuestro lado con sus abrigos caros de piel observan la escena y, con cara de desprecio, giran la cabeza. El señor que habíamos visto antes acercándose a nosotros se detiene, dirige la vista hacia donde se ha ido Erik y se pone a caminar también hacia la Puerta del Carmen. ¡Qué raro!
Miro a Elsa buscando con la mirada la decisión del siguiente paso. No me creo lo que estoy viendo. Aunque espero que Elsa no haya notado la leve sonrisa en mi rostro cuando se ha marchado Erik.
—¿Sabéis quién era ese? —Me desconcierta Elsa con la pregunta.
Está mirando hacia lo lejos, hacia donde se ha ido Erik. Como ve que ninguno le contestamos, se gira y añade:
—Mientras estábamos hablando aquí de pie me ha parecido que nos estaba escuchando, casi espiando. Cuando se ha alejado dos veces, no le he dado más importancia. —Se queda un momento en silencio—. Pero ahora que he visto que ha seguido detrás de Erik, cuando se ha girado por última vez hacia nosotros, le he identificado…
Un grupo de chicos nos empujan. Van corriendo a la parada del tranvía y están haciendo lo posible por no perder el siguiente. Tengo que sujetar un poco a Elsa para que no se caiga. Vemos cómo corren hasta que consiguen subirse al vagón.
Nos volvemos de nuevo a Elsa y supongo que se siente muy observada por nosotros:
—… Era el guarda del museo que me agarró del brazo al salir.
¡Toma! Esto es cada vez más fuerte.
Miro de reojo y veo que Samuel vuelve a mirar su tablet, aunque esta vez le adivino una sonrisa pícara en su cara. No entiendo nada.
—¡Pero que se habrá creído este!… si nos trata como idiotas. —Sofía ha ignorado lo que ha comentado Elsa y no deja de mirar en dirección a donde se ha ido su novio.
Noto que Elsa va a tratar de decir algo, supongo que para calmar el momento.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
Pues menuda intervención. Parece que a ninguno le ha sorprendido que nos están siguiendo. Y ¿si al final va a tener razón la señora de la heladería y esto es peligroso?
Veo que Sofía sigue enfadada. Se vuelve hacia nosotros y, sin esperármelo, sirve para que se tranquilice. Me mira, mira a Elsa y luego a Samuel. Este ha apartado la pantalla de su aparato y tiene sus ojos clavados en los de ella. Veo cómo su cara se transforma. Debe de estar muerta de vergüenza por dentro por el grito que ha dado en mitad de la calle, con lo supereducada que es siempre. Se ha puesto colorada.
Tras un leve silencio, y mientras mira al suelo, Sofía nos dice:
—Yo, por de pronto, me voy a mi casa—. Y se aleja caminando de vuelta por la Gran Vía, de nuevo hacia la avenida Goya.
—Pues yo también —dice Samuel y se va recto hacia el lado contrario, por el paseo Independencia.
Este chico es impredecible. No sé si algún día entenderé alguna cosa de lo que hace.
Miro a Elsa y veo que también tiene la misma cara de desilusión que se me ha debido de quedar a mí. Somos casi de la misma estatura, pero hoy se ha puesto unos zapatos algo elevados y tengo que mirarla hacia arriba. La conozco también desde hace años y es la primera vez que estoy a solas con ella. Sé que tiene dos hermanos. Sé de dónde son sus padres y me doy cuenta de que no sé nada más de ella. Por un momento me fijo en que hay mucha más gente en clase con la que me puede pasar lo mismo. Compartir muchos años en un colegio o cualquier sitio y no saber nada de ellos, solo la información básica. En este caso no tiene sentido porque llevamos desde el principio de curso juntos en clase. Ahora que lo pienso, nos llevamos muy bien, pero nunca hablamos de otra cosa que no sea de los temas de los estudios.
Hoy he descubierto algo en ella que no había visto antes. Ha intentado pacificar los dos momentos de conflicto que hemos tenido tratando de no posicionarse y proponiendo cosas diferentes. Solo recuerdo que hubo un momento en clase el año pasado que ocurrió algo parecido y ella también trató de poner un poco de paz de una manera que casi no se notaba, pero que fue muy efectiva. Tiene un estilo que no se nota y que a la vez pasa a ser imprescindible cuando se producen esos momentos.
Creo que la he mirado demasiado rato, porque acaba de desviar la cara hacia otro lado.
—Perdona Elsa —empiezo diciendo en señal de disculpa—. Te estaba mirando —continúo mintiendo— tratando de recordar lo que nos has contado antes y dónde te habías quedado. Ibas a decir algo que para ti era importante.
Veo que se ha relajado y me sonríe.
—Has dicho que tenías prisa y que tenías que ir con tu madre… —me contesta; me quedo un poco confundido—… te acompaño, que tengo que ir en esa dirección. —Acaba ella la frase y me quedo más tranquilo.
Enfilamos el paseo Sagasta hacia arriba sin decir nada porque ella sabe que vivo en el barrio de Torrero.
Es complicado andar y hablar un día de mucho viento en esta ciudad porque casi no te escuchas. Pero cuando la que habla lo hace tan claro y con tanta pasión, los inconvenientes se hacen muy pequeños. Me sigue impresionando esta chica, no solo por lo que sabe, sino también por cómo lo cuenta.
Hoy, además, está especialmente guapa.
—Lo que iba a contaros antes —continúa Elsa mientras caminamos— estaba relacionado con algo que he visto que hay en común entre lo que nos explicó la profesora en clase y lo que dijo Nicola. Y es el concepto del equilibrio.
Deja de hablar porque justo en ese momento la señora que pasa a nuestro lado se queda medio parada y parece que nos quiere escuchar. La miro a la cara. La he visto antes, pero no sé dónde. Se da cuenta que la miro. Sigue de pie. Como hay mucha gente por la calle, parece una persona más.
Le hago una señal a Elsa para pararnos en el escaparate de la tienda que hay a nuestra derecha. Ella se extraña, frunciendo el ceño. Elevo las cejas y abro los ojos mientras señalo con la cabeza a la señora que nos trataba de escuchar. Ella me sonríe, asiente, pero noto que con su cabeza me invita a que mire a mi derecha.
Al hacerlo entiendo la cara de Elsa. Elegir mirar una tienda de lencería de mujer para despistar a una fisgona, no es la mejor opción. Sonrío yo también y, como la mujer ya se ha ido, me coge del brazo y seguimos andando en medio de este viento fuerte y congelador. Cualquiera que nos viera pensaría que somos novios. Pero solo pienso en Sofía.
—Todo esto me parece maravilloso. —Como si no hubiese ocurrido nada, Elsa continúa con su conversación mientras seguimos andando por la acera—: Porque yo, aparte de mi afición a la historia, soy libra, y supongo que será una tontería, pero siempre me he sentido en busca de ese equilibrio. Cuando en pocos días seguidos he oído eso y analizo la historia de la ciudad, puedo estar de acuerdo con lo que dijo Nicola de que se está rompiendo.
Se vuelve a parar porque el semáforo que vamos a cruzar está lleno de gente y entre los dos estamos creando esa sensación de misterio que parece que necesitemos ocultarnos de todos.
Una vez en el otro lado de la calle, con el edificio de la Confederación Hidrográfica del Ebro a nuestra derecha y sin gente al lado, Elsa continúa hablando. Es fascinante cuando alguien te cuenta algo con tanta pasión.
—Uno de los temas más importantes de la historia de esta ciudad que ha despertado gran interés es la capacidad para que varias religiones y culturas hayan podido convivir pacíficamente a lo largo de los años y tras tantas guerras e invasiones. Siempre me ha sorprendido ese, digamos, equilibrio, entre cristianos, musulmanes y judíos.
¡Qué curioso! Justo hace unos días hablábamos de eso en casa. Esto es lo opuesto a la película de Oh! Jerusalén que vimos con mi madre hace un par de semanas. Es lo opuesto al equilibrio, desde los tiempos más antiguos siempre han estado en disputa las diferentes religiones. Reconozco que no lo entiendo muy bien, pero siempre se oye algo en la radio o en la tele.
—Cuando el otro día Nicola comentó el equilibrio —continúa Elsa— y lo relacionó con los romanos, estuve luego en casa indagando sobre la época en la que se fundó la ciudad en el libro que os dije el otro día de John Hirst.
Saca de su mochila el libro, mientras camina y me enseña la cubierta.
—Como ya todos nos han contado, fue el emperador Augusto quien lo hizo. Y encontré información que no sabía.
Se para justo al lado del banco del paseo donde estamos. Se sienta y me indica que lo haga a su lado.
—Cuando Bruto asesinó a Julio César para evitar que hubiera un solo hombre gobernando la República, se originó una guerra civil. En todo ese lío apareció un hombre victorioso, que era sobrino nieto de Julio César y lo había adoptado como hijo, quien en el año 27 a. C. se proclamó asimismo primer emperador de Roma.
Se calla un momento. Me mira a los ojos mientras una sonrisa pícara se le dibuja en la cara.
—Era un hombre muy astuto, mantuvo las instituciones republicanas.
Me hace gracia su expresión. Es una mezcla de seriedad y de sonrisa cómplice. Supongo que ahora me va a decir algo que para ella debe ser clave en todo este embrollo.
—De hecho, evitó que lo llamaran «emperador» sino solamente «primer ciudadano». Augusto veía su trabajo como una clase de facilitador, o eso es lo que pretendía que los demás creyeran, que él solo ayudaba a que la máquina trabajara apropiadamente.
Supongo que en cualquier otro momento todo esto no me habría interesado, pero como hace dos años celebraron en la ciudad el dos mil aniversario de la muerte del emperador Augusto, tuvimos que estudiarlo en clase. Se me quedaron varias cosas interesantes en la memoria. Tengo que reconocer que no había llegado a escuchar esta parte de la historia.
—Pero lo que a mí más me ha impresionado de ese hombre es…
Justo en este momento me suena el móvil. Lo busco en el bolsillo del abrigo. Lo cojo. Elsa se calla y espera a ver qué hago. En la pantalla está el número de mi casa. ¡Oh Dios! ¡Qué bronca me va a echar mi madre! Le enseño la pantalla a Elsa y mirándola con los hombros encogidos le doy a entender que me voy a tener que ir en breve.
—Hola mamá, ya voy a casa. —Es lo primero que digo al atender la llamada.
Pero en este momento, la expresión de mi cara cambia tanto que Elsa me mira preocupada. Solo escucho, no puedo creer lo que estoy oyendo. Es una mezcla de impotencia, enfado y miedo. Termino la llamada. Elsa me mira fijamente. La miro, como no he mirado nunca a una persona antes. Mis ojos se quedan clavados en los suyos mientras le digo:
—Era mi hermano pequeño. Mi madre se acaba de desmayar en casa.
Autor: Glen Lapson © 2016
Editor: Fundacion ECUUP
Proyecto: Disequilibriums
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