DISEQUILIBRIUMS Los Individuos. Capítulo 37

Viernes, 23 de diciembre

Hora: minutos antes del amanecer

Sofía

Todavía es de noche, pero ya notamos las primeras luces del alba. La puerta de la iglesia de la Magdalena está a oscuras. La iluminación del edificio se enciende un rato al principio de la noche para permitir las visitas turísticas a la ciudad y luego se apaga a mitad de noche para evitar gastar energía, así que ahora mismo la única luz que tenemos en la plaza es la de las pocas farolas que hay. Estamos solos en la calle. Los bares cercanos están todavía cerrados. Todo está tranquilo y quieto… menos nosotros.

Estoy absolutamente nerviosa. Recuerdo anoche que, después de escuchar varias veces la melodía que tocaba Erik con la dulzaina, escuchamos desde el interior de la casa de Nicola su voz profunda:

—A descansar, mañana será un día duro. Ya habéis encontrado lo que buscabais.

Nos quedamos boquiabiertos con aquella frase. Pensábamos que estaba profundamente dormido.

Luego comenté con el resto que a mí me pareció que también dijo: «Sabía que lo conseguiríais». Pero nadie más lo escuchó. Después de eso, se nos iluminó a todos la cara y nos echamos a dormir como pudimos en el salón comedor. Entre los sofás grandes y la alfombra que tenía en el suelo nos arreglamos y, aunque estaba muy nerviosa, no tardé mucho en quedarme dormida. Afortunadamente nos había dejado unas mantas porque si no nos habríamos congelado. ¡Que frío hace en esa casa!

Fue el propio Nicola quien nos despertó unas pocas horas más tarde con el olor a café en el piso y encendiendo las luces.

—Buenos días —nos dijo con mucha amabilidad—. No sé si a vuestra edad tomáis café, pero si no lo habéis hecho antes, hoy, después de la noche que habéis tenido y lo que os espera por delante, sugiero os lo toméis.

En mi caso acertó porque fue la primera vez que tomé café. De todas maneras, la sorpresa fue que en el baño nos encontramos cinco bolsas con cepillos de dientes, pasta, jabón y una toalla. ¿Cómo pudo saber que íbamos a pasar la noche en su casa? Cada momento me parecía más inquietante.

Durante el desayuno repasamos todo lo que íbamos a hacer. Nos recordó que no podíamos llevar nada al «otro lado» (como él dijo) de la época actual. Así que en la propia bolsa que nos había dejado a cada uno, metimos todo lo que teníamos. Yo de hecho metí la mochila completa donde tenía lo que llevaba conmigo a todas partes.

Ninguno quisimos hacer la pregunta clave, pero supongo que todos nos preguntábamos qué íbamos a hacer allí y, sobre todo, cómo volveríamos. El primer día que nos lo explicó nos enumeró exactamente los siguientes pasos que deberíamos seguir y, aunque aquel día pensaba que estaba sumergida en la locura de un perturbado, me acordaba hoy perfectamente de sus palabras. Ya habíamos confiado mucho en este hombre como para dejar de hacerlo cuando ya estaba tomada la decisión de dar el salto. Pero, ¿para qué todo esto? Con toda la intención me hacía esa pregunta en cada momento para no olvidar que todo lo que estaba haciendo tenía una explicación, y un sentido. Supongo que, en caso contrario, o realmente estaría loca, o simplemente no lo haría.

Mientras nos organizábamos, Elsa me retiró de los demás y, en voz baja, me dijo:

—Se lo voy a decir luego. Quiero que sea antes del salto.

Me la quedé mirando y no supe qué decirle. Me sorprendía saber que había una persona del grupo más preocupada en otra cosa diferente al «salto». En fin, el amor es el amor. En ese momento no me iba a distraer de lo que estábamos a punto de hacer, pero al menos asentí y sonreí, justo antes de que Samuel me preguntara si me iba a comer el cruasán que había dejado del desayuno.

Notaba que Elsa trataba de estar cada vez más junto a David. Me preguntaba cómo él no se estaba dando cuenta de lo que pasaba. Por su aspecto parecía más ingenuo de lo que yo pensaba.

Cuando ya estábamos preparados para irnos de su casa, Nicola nos paró un momento, nos deseó mucha suerte y nos dijo precisamente lo que yo había estado pensando segundos antes:

—No olvidéis nunca por qué lo estáis haciendo —le salió con voz grave.

Luego nos entregó a cada uno una figurita pequeña que cabía en un bolsillo del pantalón. Era una reproducción pequeña de la cabeza o, mejor dicho, doble cabeza, del dios Jano. Mientras nos las entregaba nos dijo:

—No espero que tengáis ningún problema. Pero si algo ocurriera, este será vuestro último recurso. Enseñad esta figura. —Se quedó callado un momento y luego continuó—: Y decid que os la entregó un vigilante del equilibrio.

Se quedó callado un momento y, juntando las manos, cerró los ojos. Me parecía que estaba rezando y desde luego ninguno le interrumpimos. A continuación, abrió los ojos y nos dio un beso a cada uno en la frente. De pronto se dio cuenta de que le faltaba algo.

—Casi se me olvida —empezó diciendo mientras nos miraba de forma muy seria a cada uno—. Nunca dibujéis ante nadie el signo del Disequilibriums.

—¿Por qué? —le preguntó inmediatamente David.

—Recordad que vais a buscar restablecer el equilibrio viajando allí donde todo se diseñó. —Se quedó en silencio, giró la cabeza mirando hacia la estatuilla de Jano que tenía en el mueble de la entrada. ¿Por qué estará mirándola?, recuerdo que me pregunté en ese momento—. … Es lo único que debéis saber.

Con semejante respuesta nadie volvió a decir nada más. Así que nos dirigimos a la puerta para salir. Pero en ese momento yo no pude aguantar más. Me volví hacia él. Erik sujetaba la puerta abierta, pero al ver que yo me había vuelto, decidió volverla a cerrar. Elsa, David y Samuel ya estaban bajando las escaleras.

—¿Usted sabe algo de mi padre? —le pregunté directamente.

La reacción que vi en su cara me preocupó. Era una mezcla de seriedad, sorpresa y algo más que no conseguía identificar. Su expresión me recordó mucho a la que puso la guía del museo cuando la semana pasada le pregunté sobre por qué el Cardus y el Decumanus estaban girados en la ciudad. Luego se relajó, se acercó a mí y me tomó la mano derecha con las suyas. Pasó sus dedos por los míos como si los estuviera presionando un poco, hasta que se topó con el anillo en mi dedo corazón.

—¿Quién te ha regalado esto?

No me podía creer la pregunta. ¿Es posible que esté haciendo una pregunta de la que ya sabe la respuesta?

—Mi padre —le contesté.

—Que siempre te recuerde a él —me respondió soltándome los dedos.

—¿Pero usted sabe dónde está? —volví a preguntar y creo que di muestras de que estaba nerviosa.

Se calló un momento y luego me miró con mucha dulzura a los ojos.

—¿Está contigo? —lo dijo llevando los ojos por un momento al anillo.

—No —le respondí.

—Pues sugiero que ahora te ocupes de los que sí están contigo —terminó la frase y me hizo un saludo de despedida con las manos.

Desde que salimos de su casa hasta que hemos llegado a la plaza de la Magdalena he estado pensando en sus últimas palabras. Supongo que tiene razón y es cuando me vuelve a entrar ese sentimiento de culpabilidad de no haber sido más amable con mamá y haber vuelto a hablar con ella. De pronto, David grita:

—¡Mirad! Ya comienza. ¡Falta poco!

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AutorGlen Lapson © 2016

EditorFundacion ECUUP

ProyectoDisequilibriums

 

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